La dinámica sociocultural es un mar de mosaicos que encajan a veces de forma amorfa, otras más de forma armónica. La ropa, el peinado, la lengua, el caló y las distintas afinidades identitarias se entrecruzan en redes semánticas conceptuales que dan dinamismo a la vida cultural de una sociedad. La historia presente, reviste de paisajes que día con día mutan por la inercia de una desfigurada sociedad global que en su afán de homogeneizar, deja al descubierto la riqueza étnico ancestral en hibridaciones culturales que traspasan la mística de lo folck, de lo precolombino, de lo colonial, de la raza de bronce de que fuimos, estamos siendo y dejando de ser. Así avanza la sociedad, la realidad misma, siendo y negándose, agarrando cosas de allá, de acá, de la urbe, de la banda, del ñero, del subterráneo, subalterno subsistente de este entorno llamado Planeta tierra con apellidos Cancún Quintana Roo, México.
En este nido de culebras los paisajes nunca podrán ser homogéneos. En días de lluvia, las coladeras rebosan a gritos una mala planeación urbana, de la Av. José López Portillo a la AV. La Luna, pasando por Av. Talleres e incluso, el ombligo del Capitalismo: la Zona hotelera. Las aguas rebosan y con ellas se deja ver también la mala distribución de la riqueza, el olor fétido cobija los pies de los niños que descalzos y zapatos en mano, se dirigen a la escuela. Algún coche escupe hollín y se detiene en una calle inundada, aflora en lenguaje de nuestro México: una mentada de madre por llegar tarde, por el costo de la reparación, por el gobierno, por el qué hacer, por la costumbre de saber que quizá, el años pasado, en temporada de lluvia sucedió lo mismo. Es la costumbre de la resignación, el “Síndrome de Estocolmo” que nos lleva a votar por el verdugo, al que en apariencia odiamos. Aculturación, endoculturación, transculturación, mutilación trasnacional de la patología global, acomodo de pensamientos que se asumen como propios en una segunda lengua y en billete verde. Rostros morenos con acento maya y el cabello teñido de rubio, el espejo de la marginación que lleva al autodesprecio, carencia de identidad local que reniega del pasado por la urgencia de comer –aunque nuestro fenotipo nos delate-.
Es Cancún visto desde adentro, con los ojos rojos por la droga, sin lentes para disminuir la molestia que causa el brillo del sol radiante –aquel que produce cáncer de dermis-. Es el Cancún de la neta, del ñero que trajeron engañado de Chiapas, y ahora vende dulces en una esquina para “otro cabrón”, sacando apenas para la papa. Quizá suene muy “light” frente a esa niña de 15 años que en la Súper Manzana 63, vende su cuerpo al mejor postor por 100 pesitos, de uno en uno, o ella, a la que solo tienes que llamar y hacerle una cita, no te costará más de 350 pesos el deshago, tu pones el hotel y el condón.
En esta ciudad de ciencia ficción, en un lugar llamado El Prian, cada quincena circulan los monos con escasos 700 pesos que han ganado con sudor y hambre en el camello, pero no solo circulan ellos, también carros con sirena que de forma gandalla los amachinan, los suben a las camionetas y a bola de insultos y patines, los llevan a dar la vuelta para despojarlos de sus salario, tirándolos después en algún lugar alejado, quizá por Isla Blanca, aquel lugar en el que según la voz Populi, también se tira la droga y uno que otro ejecutado. Las pantallas se prenden a toda hora, consumimos sueños para olvidar lo inolvidable: la subsistencia eterna en esta ciudad no nata, o quizá abortada.
También en Cancún esperamos un milagro de Lupita, una rosa blanca en nuestra mesa que nos libre de los contratos de 28 días, de los papeles firmados en blanco, de los acosos sexuales por parte de los jefes, de los pagos salariales atrasados, del chemito que se dedica a chingar al personal en la esquina de cada región. Ese vato, no entró a la escuela, es un número en la estadística de rechazados, de Ninis como les llaman, de cabrones que necesitan consumir, pues así lo demanda el mercado, y para hacerlo, se vuelven amantes de lo ajeno, es decir, anhelan lo que les es negado, y lo buscan de la única forma que ellos consideran viable: el atraco.
Las calles aledañas de la región conocida como “El Crucero” no huelen a azufre, aunque parezca el infierno mismo, sino a basura y alcohol, el escuadrón de la muerte se juega la vida fermentando el hígado, sus sueños se han evaporado, solo les queda la evasión de la realidad cabrona -aunque la de ellos es la peor-. No asaltan, no roban, no matan, más bien se matan, mendigan una moneda con la mano temblorosa y los labios curtidos, la voz cortada y el cuerpo sucio. Si llega a hacer frío en la noche, cubren su cuerpo con uno de esos carteles que anuncian a un político, o con periódicos que quizá, profetizan su futuro. Alguno de ellos cuenta con resignación y nostalgia su pasado: Perdí todo... ¿alguna vez tuvo algo?
El mosaico es enorme, imposible de pintar, es un rompecabezas en el que no encajan las piezas, aunque en la caja diga que contiene las necesarias para armarse. La moneda está en el aire, el azar echa a andar su maquinaria, anqué la voz de la resistencia diga ¡YA BASTA! ¿Quién (es) sale (n) del fango? ¿Quién (es) está (n) dispuest@ (s) a cambiar? ¿Quién (es) está (n) dispuest@ (s) a parar el cambio?
FE DE ERRATAS…
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